viernes, 29 de agosto de 2008

Confieso el vacío, o la reconstrucción del silencio

Por Javier Izquierdo Reyes*

Hablar desde el vacío es hablar desde la carencia absoluta, desde la ausencia total de recuerdos, hechos y esperanza. Es no tener sabiendo que nunca se ha tenido, y poseer la indecible certeza de toda imposibilidad de poseer. Hablar desde el vacío, no obstante, es creer que una vez se tuvo, pensar la experiencia de la nada desde el desengaño del todo. Quien confiesa el vacío, reconstruye el silencio que precede a la construcción desde el silencio de la destrucción. Quien confiesa el vacío traza sobre la soledad y la reflexión la parábola que conduce desde el esplendor hasta la locura, metamorfosis natural de la plenitud. No existe dolor en el despojamiento del loco, sólo la libertad natural de quien ha perdido todo cuanto creyó tener. El dolor es sólo un paso más en el camino hacia la locura; un primer paso, al fin y al cabo, pero sólo un paso más.

Tampoco miden los espejos

las distancias

con nosotros mismos.

Quien habla desde la locura habla desde la desposesión total, desde la carencia absoluta incluso de sí mismo. Y la carencia absoluta es la deconstrucción perfecta de la posesión absoluta: únicamente quien nada posee es capaz de poseerlo todo en su apertura radical hacia el mundo, pues, desde el momento en que exista la certeza de una posesión, la conservación de lo poseído cierra el camino hacia la plenitud. El loco es, por lo tanto, el poseedor absoluto: la puesta en riesgo constante de cuanto encuentra en su camino, la eterna desposesión de cuanto le acompaña, genera la posesión radical de su mundo. Quien nada posee, posee todo. Quien confiesa el vacío atestigua la desposesión absoluta de quien todo posee desde la riqueza completa del desposeído.

Teme los vacíos,

las soledades,

los silencios,

los tiempos

y los espacios

en todas sus medidas.

Todo escritor nace de una herida con el mundo externo, y la música de las palabras es el hilo con el que trata se acompasar su ritmo con el ritmo de la exterioridad. La herida se forja siempre desde las formas del miedo: el descontento, la necesidad, el dolor, el temor... Quien escribe desde la confesión del vacío, desde el desengaño de la posesión, elige el verso como respiración y entrecorta su tempo hasta confundir, en su cadencia lacerante, el estertor del moribundo y el suspirar del renacido.

Somos fiel reflejo

de un presente incierto

y un futuro imposible.

Dame la mano.

Si esto es el final del poema

termínalo conmigo.

Y es que el escritor es el loco perfecto, el desposeído absoluto que busca rellenar su vacío con las curvas trenzadas por las palabras. En su desposesión radical, en su riqueza absoluta, arriesga cada palabra y trenza, paso a paso, un camino, un sentido, un destino. La página en blanco se transforma, entonces, en un espacio silencioso donde el escritor transita en busca de una revelación final. Palabra a palabra el loco se convierte, cuando vislumbra una morada final, en mago. El mago es quien elige aquellas necesarias entre las potencias del camino y las aúna, sin poseerlas, en un proyecto común. El mago desea un sentido, desea un destino, pero, en su despego absoluto, se deja arrastrar por los elementos que gobierna hasta imbuirse de su magia, hasta constituirse en mago gracias a las potencias que gobierna. De este modo, el escritor escribe su obra y la obra escribe a su escritor; en su cuerpo, cada palabra dibuja la música que él mismo ha escrito con su cuerpo.

Desnúdate bajo mi vientre,

siente la opresión

con el espacio exacto

para deshacerte de la ropa

como quien rompe cadenas,

contratos, pactos sociales,

y hace una revolución

desde su cuerpo

gritando al mundo

con los pulmones en las manos.

Cada poema es un ángel que, aparecido, escribe a su escritor, en un silencio que entreteje, en comunión con otros silencios, el silencio perfecto del renacimiento. La confesión del vacío se convierte así en la reconstrucción del silencio, porque sólo desde el silencio perfecto que habita el vacío de la carencia se puede iniciar un nuevo ciclo.

¿Te acuerdas

cuando nacimos juntos?

Las sábanas

eran una excusa para no mirarnos.

Los dedos entrelazados,

el miedo y los latidos

nos dieron nombre

y eco en los labios.

Recuerda esto

y haz que lo escriban

en mi mármol o en el tuyo

“nació y murió por mí”.

El recuerdo inventa, en cada muerte, un cuerpo de olvido hasta la vaciedad de la espera. Confesar el vacío, reconstruir el silencio, es trazar el propio vacío e inscribirlo para alcanzar la infinitud de la soledad, es escribir la carencia desde la carencia para llegar a ella. Sólo en su consecución, en el silencio perfecto de un poemario acabado, el destino se hace pregunta abierta, interrogante inconcluso cuya única respuesta será un nuevo nacimiento aún inesperado. Ahora todo es recepción. Desde esa apertura radical el mago es, por fin, sacerdotisa.

Te creo

cuando dices

que los segundos pasan lentos

cuando no esperas nada.

Que el reloj

deja de marcar

cuando no hay horas pensadas

para la última pregunta.

Para la última pregunta

no tengo respuesta.


*Javier Izquierdo Reyes nació en San Cristóbal de La Laguna en 1983. Es Licenciado en Filología Hispánica y Filología Clásica por la Universidad de La Laguna, y actualmente, tras la consecución del Diploma de Estudios Avanzados, continúa sus investigaciones doctorales sobre la obra de la poeta argentina Alejandra Pizarnik.