El lector tiene entre las manos un libro que es una confesión. Una capitulación del poeta ante su propio vacío y, al mismo tiempo, el mejor poemario de Luis Antonio hasta la fecha. No temo en expresarlo de esta manera en estas palabras iniciales y poco útiles –siempre he pensado que los prólogos deberían ir detrás, en letra pequeñita y que el lector se enfrente directamente con la obra–.
Ya no es corta la trayectoria de este joven poeta (ya cada vez menos joven). Desde aquella primera obra imberbe que fue el binomio Me escuchas / Sabiendo que me pudo el amar (2001) ha llovido mucho. Muchísimo. Es más, ha diluviado. Y parte de los restos de ese diluvio los tenemos en Confieso el vacío. El poeta se nos muestra en su derrota. Versa la confesión de su desmoronamiento. No le interesa subrayar aquí los motivos de esa derrota (la amada, el ente femenino, ese tú que cuestiona y que también se cuela en los poemas por algunas esquinas), para este diálogo ya se pronunció con anterioridad, en los poemarios precedentes. Lo que se estima en estas páginas es la verdadera voz íntima del poeta. La confesión, a sí mismo o al mundo, de que ha sido derrotado y de que ese descalabro le produce una vergüenza, un sonrojo, un abrasamiento interior, que impiden la comunicación poética. La palabra se ríe del poeta (Poema IV). El poema III es muestra definitiva de todo ello, con una de las estrofas más bellas del conjunto:
La inercia
es la razón de dormir tantas horas.
Si amáramos la vida
robaríamos hasta el tiempo de estar muertos
para seguir escribiendo
nuestras razones para morir.
Y viene a la memoria con estas palabras el Ciorán más vencido de Silogismos de la amargura (1952).
Luis Antonio se exhibe en su caída con versos muy bien sugeridos y, en esa introspección, por momentos desquiciada, por momentos febril, el diálogo que establece consigo mismo, con su yo reflejado en el espejo, o mejor dicho, con la distancia infinita que hay hasta ese yo (VI), permite ver que la verdadera importancia no radica en la derrota en sí, sino en el proceso dialéctico en el que se ven envueltas las partes del poeta («Mírame a los ojos cuando te hablo…»). Un diálogo que transcurre en la oscuridad –la oscuridad interna al poeta–, porque es en el instante nocturno, en el sueño, donde el poeta se expone a su mente y a su propio vacío.
Pero la voz poética es valiente, más aún, es terca; irremediablemente terca. Y anuncia su resurgir y su furia desde el poema V: «daré al silencio su muerte más certera.» Y cuando la voz poética acalle al silencio de la vergüenza se habrá impostado del sentimiento de derrota y aniquilará el tiempo, «los errores son tiempo suicidado» (XIII), mostrándose a sí mismo (XIV), gritando (XVII), colocándose en una posición de vencimiento desde la derrota, de lección aprendida. El poeta, como nos tiene acostumbrados de obras anteriores, resurge de su problemática con mayor afianzamiento de su identidad. De esta manera se explica un poema final (XVIII) tan seguro, tan certero, tan exacto.
Por mucha altura que tuviera Abril, tres de la mañana (Huerga & Fierro, 2005), que vaya si la tenía, Confieso el vacío nos coloca ya ante un poeta con verdadero dominio de su verso, sin ningún titubeo. Desgarrador y controlado al tiempo.
Ha llegado. Ésta es su voz. Ahora sólo debe pararse, escribir y contarnos.
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