Queridos amigos, señoras y señores:
Aunque debiera comenzar de otra manera estas palabras, no puedo dejar de agradecer a mi buen amigo Juan Carlos de Sancho por sus hondas impresiones. Su cercanía, su amistad y su compañía en esto de la literatura me son muy necesarias. Entre los presentes también hay muchos ejemplos de buenos amigos que reciben correos de madrugada, llamadas de teléfono a horas intempestivas, cuando uno anda rozando los suelos emocionales y necesita algunos empujones para alzarse y renacer.
Querría agradecer a este Club de Prensa Canaria, que tan gentilmente se ha ofrecido como seno y cobijo para esta ocasión en la que presentar este mi nuevo libro Confieso El vacío, y muy especialmente a Laureano Pérez, que ha facilitado tanto la posibilidad de estar hoy con ustedes. No resulta sencillo encontrar techo y calor para la cultura y la literatura en estos tiempos de virtualidad, economía y celeridad, pero sobre todo, más difícil puede resultar, tener oídos para la poesía.
Hoy también me confieso. Hoy sigo confesando mi vacío. No hay nada más real y más verdad que el título de este poemario. La poesía es a fin de cuenta, como otras tantas expresiones artísticas, una confesión, una desnudez premeditada y con alevosía, un exhibicionismo sentimental, o incluso, si me lo permiten, una entonación de “mea culpa” sin arrepentimiento. La confesión es el acto de compartir o expresar algo a otra persona, normalmente trascendental, y tras la universalización de la cristiandad, siempre relacionado con el pecado y la redención. Pero no nos olvidemos que también es una confesión lo que puede cualquier paciente realizar con su psicólogo o psicoanalista. Tanto en el caso del sacramento con en el del tratamiento, el individuo lanza su mal o su pena a otra persona, para así verse liberado de la carga. El poeta, o al menos yo, hace eso mismo con su obra. Se las entrego a ustedes con clara intención de no verme solo ante mis problemas, mis miedos, mis reflexiones, y mis imágenes. Para sentirlos parte de la poesía, y comprenderme así acompañado.
Para muchos ese es el peligro del poeta, del artista, o de quienes intentamos llegar a serlo algún día. El estar continuamente exponiendo todo aquello que se expresa como debilidades sentimentales y psicológicas al público, es en sí, para muchos, una entrega tácita de nuestras vidas al antojo del lector. Nada más lejos de la realidad. Escribía yo hace unos meses en un poema dedicado a una obra del genial pintor canario Andrés Delgado “hay que temer al mundo que no se expresa”. Y cada vez tengo más claro que más temo yo a quien no expresa nada de lo que piensa o siente, que quien continuamente se conoce en sus palabras o en sus versos sus más hondos encuentros. No somos más valientes por abrirnos al lector sin medida pero tampoco somos más cobardes por hacerlo.
A qué me refiero con “vacío” podrán preguntarse. Algunas disertaciones he realizado ya a tenor de este término tan discutido en la ciencia, tan reflexionado en la filosofía y tan trascendental, pero distinto, para los más conocidos credos.
La primera vez que me enamoré del vacío fue leyendo Conversaciones con Eduardo Chillida, esa obra donde el autor del Peine del Viento o del proyecto de Tindaya, en amigables diálogos con personas de distinta procedencia, profesión y creencia, discutían con el escultor vasco sobre éste y otros conceptos. Tuve gran interés por entender su visión sobre el vacío. Sobre la materia “nada”. Como abrazar con la forma, con las curvas esa oquedad, ese todo definido en su negación, esa plenitud de la carencia. Según el propio artista su visión de la escultura era la misma que cuando todavía jugaba en la Real Sociedad como portero: desde las dimensiones de una portería, o de una de sus obras, abrirse a la inmensidad y el infinito del mundo y el universo sin acotaciones.
Quizás por eso las ilustraciones de Máximo Riol marinan tan bien con los poemas. En esos diseños que uno puede imaginar en soporte de bronce o metal, se abren pequeños puntos de mira, vacíos espirituales y cuestionamientos vitales que ponen en pié de guerra a la rotundidad con el equilibrio, a la masa con la forma y el vacío, al instante con el tiempo.
En ese aspecto mis poemas pretenden abrazar con palabras los espacios. Rescatar del blanco más puro, de la nada, de la página sin tintar, las esencias, casi más a modo de traducción de ese espacio, que de acotación o anulación del mismo.
He de reconocer que el prólogo que me regala mi gran amigo, pero mejor escritor, y esto es un llamamiento para los presentes a su lectura, Fermín Domínguez, me es claramente generoso. Este libro tiene sobre todo eso. Está rodeado de amigos.
Tras tanto tiempo, casi un año, sin ser capaz de enlazar cuatro versos seguidos, Confieso el vacío ha sido una potente válvula de escape para todo aquello que tras largos años se ha ido cocinando en lo más profundo de mi soledad y de mis llantos. Pero también es impresionante como se adelanta a los tiempos. Como anuncia lo que más tarde sería una dura y irrebatible realidad. La ruptura con todo. El propio cuestionamiento tras la quiebra de todos los esquemas sentimentales y vitales. El asumir las verdades tras tantas mentiras atragantadas, vilmente indigestas, violentamente hirientes. El quebrar del velo, asomarme a un mundo que me quedó siempre lejano y falso, y descubrir, que tras tanto sacrificado, amado, deseado y sufrido, sólo quedaba eso, el más profundo e insalvable de los vacíos.
Créanme si les digo que por aquel entonces, aquel septiembre enfermo, no creí nunca verme aquí, hablando de mi poesía ni de esto. En general, no me veía. Pero por suerte en este mundo, uno nunca anda solo, y millones de ángeles, que habitan en la tierra con forma más humana que divina, me hicieron ver. Cada uno de ellos saben lo que aportaron a que hoy parezca más yo que nunca, o sea lo más parecido a lo que fui antes. Más o menos poeta, más o menos feliz, pero les aseguro, que mucho más pleno. Pues son estos versos, pero sobre todo ustedes, presentes hoy y los ausentes, los que llenan estos inmensos e insoportables vacíos.
Muchas gracias
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